martes, 26 de agosto de 2008

La contemplacion de un Santo (cuento)


La contemplación de un santo

En Tiempos de la colonia había un niño que quería ser santo; la razón era simple: su madre había partido de este mundo sin haber gozado del perdón de la iglesia, por no contar con el dinero para una indulgencia. No que no lo haya tenido, sino que prefirió gastarlo en el alimento necesario para su hijo. “Dios ve los corazones y no una firma en un documento” decía ella.
“¡Fue un juicio de Dios!” Dijo el párroco en el funeral “porque no ha de anteponerse la salvación del alma a un simple alimento carnal”. Y del mismo sacerdote salió la idea que adoptaría el niño, cuando dijo “lo único que puede sacarla de los tormentos del infierno es la intercesión de un santo”.
¡Entonces, él seria el santo que redimiría a su madre!
Su loable razón se convirtió en una esforzada acción, y así, bajo el consejo del párroco comenzó su tarea. “Tienes una gran variedad de santos de nuestra iglesia a los que puedes imitar” dijo su mentor “comienza estudiándolos a todos”. El dinero que la diócesis daba por el niño y su mantenimiento, eran razones suficiente para que el Párroco quedara con su custodia.
Y así creció el niño, estudiando a los personajes que se habían convertido en santos, casi todos después de muertos, por los benditos edictos papales, certificado esencial para ser reconocido como uno.
¡Él necesitaba ser reconocido!
Y creció y lucho por ser uno, para poder redimir a su madre, llenándose de buenas acciones y de una vida ejemplar. Eligio estudiar cuando otros querían jugar; eligió servir cuando otros solo querían ser servido. Llegó a ser admirado por todos, ya que auxilió y aconsejó a muchos desvalidos y necesitados. Alcanzó a formar una fortaleza para pobres y las autoridades comenzaron a reconocerlo como un gran devoto de Dios. Partió a los campos a seguir su obra. Incluso rechazó el amor de una linda campesina, porque en su corazón solo estaba la idea de interceder por su madre, y para eso, debía ser un santo, casto y puro. Su voluntad, aferrada a la memoria de su madre, era más fuerte que cualquier impulso carnal que lo pudiera dominar.
Hasta que lo abrazó la tuberculosis, ese dolor en sangre que apresuro su partida; ¡su hora había llegado!
En su lecho de muerte solo quiso tener un párroco, para poder recibir el santo sacramento de la extremaunción y poder llegar al cielo directamente, limpio de pecados y asegurarse de que sería recordado, bajo edicto papal, como un santo. Pero solo pudieron encontrar un viejo Reverendo Protestante, porque se decía, el párroco estaba ocupado en atender unos asuntos urgentes en la casa de remolienda del pueblo.
Cuando el viejo pastor preguntó por su nombre, grande fue la sorpresa de este, que reconoció de inmediato en el desahuciado hombre, al hijo de la mujer fallecida, y le hablo en tono de angustia:
- Hijo ¡Solicito tu perdón! - Y rompió en llanto
El acabado “santo” extendió su mano pues pensó que el viejo pastor quería confesarse antes de impartirle el sacramento. El viejo pastor, sin embargo, seguía rogando:
- Hijo, perdóname; no necesito tu intercesión, solo tu perdón.
- Pero ¿por qué buen hombre?- preguntó
- Hijo, hace años que tu madre falleció y desde ese día quedaste solo. Yo no alcancé a llegar y te perdí. Te perdí porque partí al norte en busca de trabajo para nuestro sostén, porque acá odian a los protestantes y no me daban trabajo; y dejé a tu madre sola, pero siempre le envié dinero para vuestros cuidados… no era mucho, pero alcanzaba para su sustento. La idea era hallar un lugar y poder llevármela, pero me di cuenta que nos odiaban en todos lados. Hasta que decidí volver y para mi tristeza supe que había fallecido y que tu habías desaparecido.
El rostro del desahuciado hombre no lograba asimilar lo que escuchaba. La fiebre alta podía hacerle delirar, pero igual preguntó:
- ¿Por qué me dices hijo y por que me dices estas cosas?
- ¡Porque yo soy tu padre!
El no lo podía creer. Creía que se moriría en ese mismo instante, pero resistió porque necesitaba el último sacramento para redimir a su madre. No importaba su padre en ese minuto, sino su madre que necesitaba de él para poder salir de la purga de sus pecados.
- ¡Solo impártame el sacramento, por favor!
- ¿Qué sacramento? Hijo mío, yo soy un pastor, yo solo administro la salvación que Cristo da.
El acabado hombre estiró su mano y agarro al pastor de la solapa, en una de sus pocas actitudes amenazantes que se le haya visto.
- Mi madre lo necesita… ¡necesito interceder por ella!
- ¡Pero si tu madre está en el cielo! Tanto ella como yo abrazamos la fe de Cristo en vida y eso no se puede cambiar… ella yace en los brazos del Señor y…
No alcanzó a decir mas porque como una tromba entró el párroco que venia del pueblo, enterado de que el viejo reverendo estaba por quitarle el trabajo y robarle su santo; en ese instante vio a su pupilo en la actitud intimidante con el viejo, así que lo mando a sacar sin contemplación. Luego, viendo el delicado estado de salud y su delirio sobre su madre y “un padre”, le impartió el santo sacramento. La conmoción y la emoción aceleraron su corazón y antes de cerrar sus ojos elevo una sonrisa al cielo, seguro de que su vida había sido bien invertida a favor de su madre, la que pronto saldría del purgatorio. Luego de esto, expiró.
En poco tiempo corrió la voz del deceso y muchos fueron a contemplar al que para ellos era un santo. Las autoridades se hicieron parte del dolor de la gente y le rindieron honores a su hombre. Famoso por sus actos filantrópicos, llevaron el clamor del pueblo al resto del país y solicitaron duelo nacional. Su fama se extendió por el continente y luego llegó al vaticano donde, sin pensarlo mucho, y con la idea de afianzar su poder en esas lejanas tierras, el Papa firmó el tan ansiado edicto. Desde ahora ese hombre seria reconocido como un santo.
Y este santo hombre, vagaba al encuentro de su madre para poder redimirla, sin encontrarla, pero decidido a hacerlo, pensando que detrás de la siguiente llama, la vería.
M.V.

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